Brincolaje sinóptico para la película "Un océano interminable".

Por Gibrán Reséndez.



Buscadores virtuales, nuestros cuerpos habitan un océano interminable, que no es un llanto implacable, uniforme, interno, sino una suerte de cortina fina y traslúcida hecha de recuerdos mudos de hace poco más de cien años, de soledad cinematográfica (para nosotros, jóvenes de hoy, antes del cine nada existía),
recuerdos pasajeros encimándose uno tras otro, para subir al barco, avión, tren o camión, aunque no sepan a dónde viajan, aunque crean ganar el mejor asiento, aunque lo tomen prestado,
 pasajeros bailarines protegidos con audífonos, pues jamás recibirán aplausos, entre árboles protagonistas de su sitio en la pantalla,
sitio silla o promontorio del aburrimiento para conversaciones balbucientes, típicas del juego satírico de las moscas muertas, los dedos y luego unos besitos,
entre hombres desnudos, hundidos, hechizados, afiebrados, lobos, andaluces o consoladores, y mujeres que son niñas que son jóvenes que son viejas inexistentes, Matildas vestidas o desnudas, pero siempre adornadas, alguien ya lo dijo, extrañamente siempre adornadas incluso cuando se ponen a la altura de la desnudez:
máscara impaciente y apasionada por abrir las puertas que han de llevarnos a ninguna parte o a otra puerta, sí, lo sabemos, pero que al fin y al cabo nos lleva y lleva, y nos lleva sin cesar ―¡qué nos importa transitar túneles sin paisajes, en infinita oscuridad!;
lo que importa es el flujo y el reflujo, no quedarse atrás, oír el rugido del motor y ponerse contento, sentir el engarce del cambio y el empuje de la velocidad y emocionarse, experimentar el despegue y el mecerse de la nave y caer, insensiblemente, en uno mismo;
y luego que nos hablen bonito, por favor, y que nos hagan sentir como en casa, y que nos anuncien nuestro destino con precaución, y que nos abran la puerta después de un buen viaje para soltar salir saltar sortear, soltar salir saltar sortear los límites verbales del desierto espiritual que inunda los medios tecnológicos;
porque cualquier lugar del mundo o del inframundo, del cielo o de la tierra, del universo o de la mancha de sangre colonizando la rosa blanca es mejor que el fijo aquí y ahora sujeto al tiempo que siempre nos hace falta, y a la reacción y la improvisación de última hora, misma hora a la que se llega tarde con espantoso rigor;
en estas épocas de demagogia demográfica y lujosos estorbos almacenados en nuestros basureros hogareños, resplandecen procesiones de estandartes que también son crucifixiones, cruces y ficciones de millones de seres: las faldas y pies vueltos medusas subacuáticas o crisantemos vistos de cabeza, la pieza de ajedrez derribada en la playa y las ramas de árboles sin hojas aparecidas un momento largo cerca del principio, los telones o escenarios arcoíris o vapores de fondo y los diferentes actores y personajes con bigote cultivado (siempre con bigote), las cordilleras de edificios, las jaulas con leones dormidos y los taladros penetrando la piel, las sábanas, los bombines, los cigarros, las carteras, los tubos, los payasos, las nalgas, los sacacorchos, las lanzas o cuchillos o navajas o llaves de puertas y las músicas ininteligibles de película, los desdobles de uno y los encuentros de dos, los suicidios nobles antiguos y los tumultos y colisiones y hecatombes involuntarios de hoy, las parvadas de aves y los graznidos de micrófonos, los ojos en los espejos y las naranjas mecánicas, los rostros o manos infestados de insectos y el techo-cama deshojándose de pétalos color rojo oscuro en cuyo centro descansa la pálida y sonriente belleza, durante tres breves acercamientos cerca del final;
pues preferible es volverse loco sin necesidad de llamarse Federico, y hospedar la simulada idolatría de un Jesucristo atrapa-cuervos, la verdad acariciando la calva circunferencia afanadamente fromulaica de la luna llena, una pantomima Marcelina o un único baile Salvador en el cerebro, ese otro músculo digestivo, insaciable consumidor de le mouvement pour le mouvement, y poner en el simulado fonógrafo el disco de aquel atrevido concierto en blanco:
mis palabras cantadas por tu boca y por su boca y por la de él y por la de ella, porque un recuerdo aquí, las ramas de árboles sin hojas, un fragmento, fractal de otro fractal, un vistazo azarosamente pero a colación se completa allá, en otro vistazo, en el techo-cama deshojándose de pétalos color rojo oscuro en cuyo centro descansa la pálida y sonriente belleza, cuando allá ya es aquí y aquí allá, fuera de mí, lejos de mi control, apenas una imagen fotográfica, una frase esquemática, “las ramas de árboles sin hojas”;
o un papel quemado en penitencia que, un día, siglos después, amanece como la necesidad de un número obsesivo que hay que recuperar, y otro día anochece como unas cuantas notas de Beethoven repetidas estúpidamente; o la espera de la llamada y el camino tomado obedientemente; o finalmente cualquier objeto o pedazo de objeto reencontrado por uno mismo, como si maliciosamente se hubiese escondido entre “nuestras” cosas, que ahora sólo nos recuerda cómo lo estuvimos buscando, que sufrimos al perderlo;
y percibimos el curioso alivio del olvido inesperado y la ingenuidad del sufrimiento, que tal vez ajuste y se nos ocurre añadir el pedazo a otra parte incompleta, o en todo caso lo abandonamos definitiva y nuevamente por ahí, para que continúe su deambular, para que se vaya ya, para que se halle ido, líquido, agua, nube, lluvia, granizo, nieve, mar, olas, océano, maremoto, tsunami, vorágine nocturna, sueño húmedo, vacación interminable:

Cuz I'm praying for rain 
And I'm praying for tidal waves 
I wanna see the ground give way. 
I wanna watch it all go down. 
Mom, please flush it all away...

Así como en su furioso poema Ænema el señor James Keenan escatológicamente invita que aprendamos a nadar y a la vez bajarle o pedirle a Mamá Natura que le baje a la palanca, yo por mi parte también os aconsejo, innumerables fanáticos de la Libélula Amatista, no se desmayen si no entienden y aprendan a nadar y a echarse clavados, dado que, para que les miento (y qué si de terror apocalíptico no me creen): esto no se acaba, no habrá final.
Voilà tout!